Bajé
del coche y estiré las piernas. Bostecé. Sonreí imaginando a Marta mirar la
hora y pensando en mí. Eran las doce de la noche. Había conducido hasta el
agotamiento. Por la mañana continuaría mi regreso a casa.
Vi un vagabundo que se acercaba tambaleándose.
Ignorándolo, me dirigí al motel.
-
Eh, tú, ¿puedes ayudarme con algo? – gritó.
-
Lo siento, no tengo suelto – dije palpándome los
bolsillos sin volverme.
-
Entonces dame tus zapatos.
Seguí caminando.
-
He dicho que me des tus zapatos – amartilló una pistola
y el tiempo se detuvo. Me giré despacio y vi su sonrisa desdentada.
-
Vaya, ahora que tengo tu atención, tus zapatos serán
míos.
Intenté disuadirlo pero seguía en sus
trece. Al seguir tambaleándose, me lancé contra él en un intento de quitarle el
arma y caímos al suelo. Se disparó. Mis manos fueron a la herida. Muerto de
miedo, tiró la pistola y escuché sus pisadas alejarse en la grava. Mientras
cerraba los ojos, oí gritos que se hacían más fuertes. No volvería a despertar a Marta
con un beso en su mejilla.
El suelo se fue tiñendo de rojo y mi
corazón dejó de latir antes de que llegase la ambulancia.
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