sábado, 26 de abril de 2014

LA HUÍDA


-         No debimos coger el bote – dijo Jack.

-         ¿Y quedarnos para que los piratas terminasen por hundir el barco y capturarnos? – respondió Jhon.

-         Pero no sabemos dónde vamos… - volvió a contestar mientras la bruma los engullía.

-         ¡Mira! ¡Hemos llegado a una isla – la niebla se había abierto delante de ellos dejando ver una selva de manglares. - ¿Ves alguna playa donde desembarcar?

-         Entremos por ese canal. – Los árboles marinos se fueron espesando todavía más mientras iban apareciendo decoraciones con huesos por doquier.

-         ¿Sigues pensando que hemos hecho bien en escapar con el bote?

No vieron el dardo, ni los que siguieron después. Sólo un pequeño picotazo que los hizo desplomarse en la barca.

TU SUEÑO PUEDE HACERSE REALIDAD


La playa rebosaba gente. Llevaban un mes anunciando que allí iban a lanzar miles de globos y que uno de ellos estaba premiado. “Tu sueño puede hacerse realidad” rezaba el eslogan.
 
El día estipulado, a la hora convenida, un avión se acercó y vació su contenido. Los globos fueron cayendo en masa unos, otros solitarios. La muchedumbre, apelotonada, se daba codazos, empujaba y arañaba para hacerse con uno o más. Sus expresiones pasaban desde la alegría y la esperanza cuando lograban coger uno, a la desilusión al explotarlo y no encontrar nada.
 
Un último globo negro, apenas hinchado, cayó en las manos de la única señora que descansaba en una tumbona.
- ¡Bah! ¡Tonterías! – dijo mirándolo y tirándolo lejos.
 
La gente se miraba entre sí, nadie había resultado ganador. Algunos murmuraron que era un timo, otros que se habían burlado de ellos. Divisaron el avión y comenzaron a arrojarle todo lo que tenían a mano creyéndolo el culpable de sus desdichas. No tardó en huir viéndose el centro de su indignación. La muchedumbre se fue marchando: irritados unos, cabizbajos otros, hasta que no quedó más que aquel pequeño globo negro rodando por la arena entre los restos explotados.

INMERSIÓN ENTRE LAS PÁGINAS


- ¡Qué horror! – dijo Laura mirando el reloj. – Sólo tengo hasta mañana para leerme el libro. Tendré que ir a la biblioteca.


Cuando llegó allí y entró, mil olores diferentes lucharon por hacerse un hueco en su nariz. Frunció el ceño.

Entre centenares de estanterías que el tiempo había olvidado, como si no existiesen, halló lo que buscaba. Se escondió bajo las escaleras de caracol, abrió el volumen, miró a ambos lados y chasqueó los dedos. Al instante se vio rodeada de fina arena y olor a mar. Aquel era su secreto. Odiaba leer y prefería el camino fácil. A veces no estaba del todo mal vivir la historia en lugar de dormirse entre sus líneas. Lo peligroso sería que lo cerrasen. No podría salir hasta que volvieran a abrirlo. Las horas fueron pasando sin que Laura se diera cuenta.

En el exterior, se apagaron las luces mientras la bibliotecaria hacía su último recorrido diario. Encontró el ejemplar abierto, lo cerró refunfuñando y maldiciendo a esa generación tan desordenada y tan poco respetuosa y lo guardó en su sitio. Las pisadas fueron alejándose por el pasillo y Laura se quedó encerrada entre sus páginas.