Me arrodillé delante de mi cuerpo inerte.
Me aparté el mechón de la cara y me contemplé. Mis mejillas perdían el color
mientras las baldosas se manchaban de rojo sangre.
Mi verdugo todavía llevaba el cuchillo en
la mano.
En aquel momento recordé mis palabras de
amor mientras veíamos aquella película de los setenta en un cine al aire libre.
-
Moriría por ti – dije entonces. – Qué pena – pensé. –
Cuarenta años después, yacía en el suelo muerta por él.
El miedo había desaparecido. Cogí aire y grité.
Él cayó al suelo aterrorizado. No me iría
sola. Y ahora, ya no podría hacerme nada.