martes, 14 de febrero de 2017

LLORARÉ LÁGRIMAS AMARILLAS


Paseé entre las tumbas como cada catorce de febrero. Aquel día era el más problemático. Amores reencontrados, otros perdidos. Y yo en medio. Juez y verdugo: el conciliador. Se dice de los adolescentes que se les alteran muchísimo las hormonas pero los muertos son peores y más difíciles de calmar. Sabía que con Mario, un recién llegado, iba a tener problemas y me dirigí allí, algo apartado para no molestar pero lo suficientemente cerca para poder intervenir llegado el momento.

La joven que tenía su lugar de descanso al lado se asomó cuando me acerqué. La saludé con una sonrisa y una inclinación de cabeza, a lo que ella me contestó de igual forma y volvió a esconderse.

Mario salió de su tumba hecho un pincel. Le temblaba la mano del nerviosismo que llevaba cuando rozó con los dedos la losa que guardaba el cuerpo de su esposa fallecida hacía varias décadas. Le había sentado bien la muerte a él, pues su aspecto había vuelto a ser joven con respecto a la edad grabada en la lápida: ochenta años. Supuse que había decidido volver a la que tenía cuando se separaron.

—Sara, por fin podremos estar juntos. Y esta vez nada nos separará —le susurró acercando los labios a la piedra, apartando con la mano, como quien se quita una mosca molesta, los centenares de pétalos de crisantemos que había encima de la losa—. Sara, cariño, ¿me oyes? —llamó de nuevo—. ¡Sara! —gritó más fuerte.

Era dura y no pudo traspasarla cuando intentó colarse dentro. Me acerqué a él y le toqué el hombro.

—Disculpe, pero está molestando a una inquilina.

Se giró con la boca abierta, a punto de explotar en un ataque de ira.

—¿Inquilina? ¡Es mi mujer! ¡Y no me oye! Además, ¿quién es usted?

—Si se calma, le explico —le indiqué. Una vez intuí que había recuperado la compostura, continué—. No importa quién soy. Mantengo el orden para que no se pierda la paz del cementerio.

—¡Pero es mi mujer! —siguió diciendo, tozudo.

—No, se equivoca. En la iglesia los casaron hasta que la muerte los separase. Sé que es difícil de entender, pero ahora no son nada. Hay parejas que continúan juntas en la eternidad, otras no. Tal vez sea el momento de encontrar una nueva pareja.

Un anciano, con sangre en las venas, se acercó lentamente a la tumba donde Mario esperaba a Sara. Canoso en el poco pelo que conservaba y con las manos temblorosas, depositó dos crisantemos amarillos en el mismo sitio donde él había dejado segundos antes una rosa.

—¿Pero qué se ha creído? —explotó Mario cuando empezó a recoger los pétalos en el hueco de sus manos, acercándoselas después para aspirar su aroma y besarlos.

En aquel momento, Sara asomó su cabeza a través de la lápida con las mejillas sonrosadas. Se incorporó y salió a sentarse junto al recién llegado. Le depositó un beso en la mejilla, le acarició la cara y las manos mientras el hombre sonreía y susurraba.

—Sólo dos almas gemelas pueden sentirse mutuamente a pesar de que las separe la muerte —pensé.

—¡Tú! —gritó dirigiéndose a ella—. ¡Con lo que yo te he querido! ¿Me engañas con esto? —le dijo furioso acercándose a la pareja queriendo agarrar al vivo.

Éste, al sentir una furia contra él, que percibió aunque no pudiese ver nada a su alrededor, tuvo un escalofrío y se aferró a la tumba de su amada. Ella se levantó cuan alta era, y se encaró con más rabia todavía contra el que había sido su marido.

La miré y esperé a que se serenase. Si no era así, tendría que intervenir. Al cabo de un momento asintió en mi dirección.

—Luego hablo contigo —contestó con voz dura, dirigiéndose a Mario, que la miraba atónito—. Cuando se vaya mi invitado.

—¿Invitado? ¿Éste? ¿Pero quién se ha creído? —hubiese gritado más de no ser por mí, que le toqué los hombros inmovilizándolo y obligándole después a sentarse a la vez que le miraba a los ojos.

—Hay que respetar a los demás inquilinos. Si infringes las normas, puedo castigarte por tiempo indefinido en tu tumba sin salir; así, paralizado. Tú decides —zanjé.

Cuando deduje que me había entendido, seguí hablando:

—Ahora esperarás sentado y tranquilo hasta que ella termine.

Dando por finalizado el sermón, me alejé de allí acercándome a otro lugar donde preveía problemas. Mario, inmóvil, no tuvo más remedio que contemplar lo que tenía frente a él. Parejas de espectros felices que paseaban cogidos de la mano a través de las tumbas. Flores por donde quiera que mirase, de los vivos recordando a los muertos, y de éstos regalando a otros.

Regresé y le toqué el hombro, pudiendo, al fin, mover su cuerpo.

—Parece que el tiempo se haya detenido, ¿verdad? —le pregunté para romper el hielo, señalando su corazón.

—Sí —dijo con un tono de tristeza.

—Has recordado, ¿verdad? —continué.

Me miró como cuando se mira a alguien por primera vez e hizo un amago de sonrisa.

—¿Cómo se puede dejar de amar a alguien a quien has amado toda la vida?

—¿Estás seguro de que la amabas? —preguntó una dulce voz a mis espaldas—. ¿O amabas lo que creías ver en ella?

Cuando nos giramos, vimos que la vecina de Mario se había detenido a nuestro lado.

—Cuando estás en este lugar durante tanto tiempo, si no tienes una nueva pareja, sólo te queda observar al resto. Estando tan cerca, siempre me llamó la atención. Una joven con dos pretendientes. A veces se ve por aquí. El marido y el que siempre la amó. Éste último siempre es el que se queda con ella. Porque es quien la conoce mejor. Es curioso. A veces estamos viviendo con la misma persona toda la vida sin llegar a conocerla. Y otros viven juntos la eternidad, conociéndose entre ellos mejor que a sí mismos. Cuando vi su inscripción en la lápida, me sorprendió. Pero enseguida lo comprendí. Todos esos pétalos que tanto odias son realmente las lágrimas de tu esposa. Tu rosa siempre desentonaba entre tanto amarillo.

—No. Ella amaba el rojo —la interrumpió Mario.

—No, Mario —contestó Sara que se había acercado a nosotros sin hacer ruido—. Eras tú quien odiaba el amarillo y amaba el rojo. Cuando entendí que nunca me escucharías, dejé de insistir. Y te agradecí todas tus rosas rojas, con espinas y todo. Después corría a esconderme en nuestra habitación para llorar sin que tú me vieses. Juan siempre tenía un pequeño detalle amarillo, aunque nunca los aceptaba, hasta mi muerte. En el mismo instante en que dejé de respirar, nuestra unión se deshizo. Y por fin me sentí libre. Y también culpable. Aunque había mandado al abogado la obligación de escribir aquella frase en mi lápida antes de morir. Una especie de última oportunidad. Si realmente me escuchabas, lo entenderías. Pero cada año veía cómo apartabas con mal genio todo lo que había llorado. Y, en cambio, Juan, actuaba al revés.

El hombre abrió la boca intentando hablar, pero Sara le cortó.

—Es tarde —dijo—. Demasiado.

—Ven, Mario te enseñaré el cementerio —la joven, que había permanecido al margen desde que Sara había empezado a hablar, le cogió de la mano arrastrándolo—. Me llamo Isabel. Tú me gustas desde el primer día que pusiste aquella rosa roja en la tumba y te he estado esperando. Perdona por ser tan directa. Pero aquí los formalismos ya no existen. Sólo el respeto.

Sara, que había escuchado la declaración, cogió su rosa y se la dio a la joven sonriendo.

—Es tuya. Os deseo mucha suerte.

Y Mario, que no se esperaba nada de todo aquello, se dejó llevar. Atónito al principio, con una sonrisa después y alguna carcajada que le permití, siguió su paseo por el cementerio. Ya le diría más adelante que cuidase con sus risas, que las escandalosas estaban prohibidas. Aquello no era un bar, sino un lugar de reposo.

Isabel se paró, como si hubiese escuchado mis pensamientos y se giró hacia mí.

—Sí, también le hablaré de las normas —y, tras guiñarme un ojo, siguió su camino señalándole a Mario todo lo que le parecía interesante. Tenía muchas historias que contar y otras que seguro se inventaría.

Los miré alejarse con una sonrisa. Este lugar nunca dejaba de sorprenderme