Tumbada en el escalón de la Pirámide Maya, Luz
observaba el cielo estrellado. Bostezaba una y otra vez sin poder contenerse.
Se frotaba los ojos y los volvía a cerrar.
-
Vamos, tienes trabajo que hacer – gritó alguien.
Ella se levantó enfadada y se dirigió hacia
el bosque. Las ramas se le enredaban en el cabello y las rompía. Los adornos
que llevaba se enganchaban y debía pararse continuamente para arreglarlos.
Llegó a un pueblo y se dirigió al bar más
cercano.
-
¿Me invitas a una copa? – le preguntó a Juan, un joven que
estaba apoyado en la barra, con su mejor sonrisa. – No me mires así. Soy
animadora en las Pirámides que hay cerca de aquí – dijo señalando hacia el
bosque y se rió. Le miró de reojo mientras cogía de su mano la copa que le ofrecía.
Durante un par de horas rieron y hablaron
hasta que se miraron a los ojos.
-
Ven conmigo – le susurró Luz al oído arrastrándolo
después camino del bosque.
Él se dejó llevar mientras ella le retenía
las ganas escapando de sus manos juguetonas. Corría delante de él sin dejarse
atrapar.
Llegaron a las pirámides en poco rato y
comenzó el ascenso.
-
Tengo una fantasía – le había dicho al oído – y a Juan
se le abrieron los ojos como platos.
Llegaron a la cima exhaustos. Y cuando él
esperaba el ansiado beso, se encontró volando en el aire. Ella había accionado
una palanca dejándolo caer.
-
Mi tarea ha terminado – dijo bostezando. - Ahora podré
dormir cien años más.
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