viernes, 3 de junio de 2016

LA TIENDA DE DISFRACES

—    ¡Vaya! Tienen unos disfraces muy logrados — dijo Sebastián cuando entró en la tienda -.Me ha fascinado el “Fantasma de la Ópera” que tienen en el escaparate. Aunque yo he entrado por curiosidad, para ver si tienen el de Edgar Allan Poe.
El dependiente lo miró de arriba abajo sin que una sola palabra saliese de sus labios y comenzó a teclear en el ordenador a una velocidad inhumana. Tras unos escasos minutos en silencio, Sebastián comenzó a hablar:
—    ¿Sabe? Me encanta escribir relatos de terror y Edgar es tan… — su voz quedó interrumpida tras el silencio continuado del otro.
El dependiente, tras haber terminado su búsqueda, levantó la cabeza del teclado para sonreír. Pero sólo le salió una mueca tan retorcida que al joven le recorrieron uno y mil escalofríos por la espalda.
—    Lo siento. Lo tenemos que… — contestó con voz grave y volviendo a hacer el mismo gesto — lo tenemos reservado. Vuelva después de Halloween — zanjó.
Y abrió la puerta situada detrás del mostrador. Mirándolo de arriba abajo de nuevo, desapareció en la oscuridad. Sebastián se fue, además de la invitación tan clara a marcharse por parte del hombre, por el hedor que salió tras haberse cerrado.
Sebastián, ojeando el periódico local varios días después, encontró en portada: “Vandalismo en el cementerio la Noche de Halloween. Restos de personajes famosos han sido robados de sus tumbas”.
Se acercó corriendo al escaparate de la tienda de disfraces para descubrir, asombrado, el realismo total de los personajes expuestos; algunos de ellos eran nuevos, pero ninguno era el del escritor de relatos de terror. La mano, cuyo sudor limpió en su pantalón, le temblaba tanto que tuvo que sujetársela con la otra para poder accionar el picaporte. Lo giró y entró.
El mismísimo Edgar Allan Poe estaba allí, detrás del mostrador, con aquella mueca retorcida que tanto había empezado a odiar.

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