— ¡Vaya! Tienen unos disfraces muy
logrados — dijo Sebastián cuando entró en la tienda -.Me ha
fascinado el “Fantasma de la Ópera” que tienen en el escaparate. Aunque yo he
entrado por curiosidad, para ver si tienen el de Edgar Allan Poe.
El dependiente lo miró de arriba abajo sin que una sola
palabra saliese de sus labios y comenzó a teclear en el ordenador a una
velocidad inhumana. Tras unos escasos minutos en silencio, Sebastián comenzó a
hablar:
— ¿Sabe? Me encanta escribir relatos de
terror y Edgar es tan… — su voz quedó interrumpida tras el silencio continuado
del otro.
El dependiente, tras haber terminado su búsqueda, levantó
la cabeza del teclado para sonreír. Pero sólo le salió una mueca tan retorcida
que al joven le recorrieron uno y mil escalofríos por la espalda.
— Lo siento. Lo tenemos que… — contestó
con voz grave y volviendo a hacer el mismo gesto — lo tenemos reservado. Vuelva
después de Halloween — zanjó.
Y abrió la puerta situada detrás del mostrador. Mirándolo
de arriba abajo de nuevo, desapareció en la oscuridad. Sebastián se fue, además
de la invitación tan clara a marcharse por parte del hombre, por el hedor que
salió tras haberse cerrado.
Sebastián, ojeando el periódico local varios días después,
encontró en portada: “Vandalismo en el cementerio la Noche de Halloween. Restos
de personajes famosos han sido robados de sus tumbas”.
Se acercó corriendo al escaparate de la tienda de disfraces
para descubrir, asombrado, el realismo total de los personajes expuestos;
algunos de ellos eran nuevos, pero ninguno era el del escritor de relatos de
terror. La mano, cuyo sudor limpió en su pantalón, le temblaba tanto que tuvo
que sujetársela con la otra para poder accionar el picaporte. Lo giró y entró.
El mismísimo Edgar Allan Poe estaba allí, detrás del
mostrador, con aquella mueca retorcida que tanto había empezado a odiar.
Te ha quedado siniestro. Me gusta mucho.
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ResponderEliminarBien! Gracias!
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