miércoles, 25 de mayo de 2016

PECADOS

El tranquilo pueblo de Ribera del Río Alarde era uno de tantos en los que abundan las mentiras: no era ribera de nada, y el río más cercano, que estaba a varios kilómetros de distancia, no era precisamente un alarde de aguas; más bien consistía en un arroyuelo al que le quedaba grande la palabra río. Pero a falta de uno más caudaloso…
Y, como en todos los lugares, abundaban los pecados: grandes, pequeñas mentirijillas, envidias, avaricias, mujeres con todo tipo de vestimenta; desde las que querían provocar la lujuria de sus clientes hasta las que se tapaban hasta el cuello como monjas cuyo monasterio era el pueblo mismo.
Los domingos el cura, desde su púlpito, se ponía rojo, amenazador:
-Un día se encontrarán Dios y Satán y harán una apuesta. ¡Ya veréis quién gana, ya! ¡Y todos vosotros os iréis al infierno, atajo de pecadores! — les gritaba iracundo e incluso, a veces, se le quedaba espumilla en la comisura de la boca como un perro con rabia.
El pecado, como en todos los lugares, estaba condenado. La cárcel de la comarca, por llamarla de alguna manera, estaba llena de prostitutas a las que habían detenido ejerciendo su trabajo. Además de algunos rateros de poca monta.
Un día llegó al pueblo un hombre que compró un local y comenzó a hacer obras. Los martillazos se escuchaban hasta última hora de la tarde. Tras varias semanas manteniendo en vilo a los vecinos, que intentaban atisbar por las cerraduras lo que escondía su interior, o curioseaban a través de los cristales por si encontraban alguna pista de lo que se cocía tras ellos, el señor salió del recinto.
El extranjero llamaba la atención por su porte, como un mago sacado de contexto. Sentía los ojos de sus vecinos clavados en su espalda y notaba cómo las pupilas de las mujeres brillaban ante su sola presencia y sonreía al descubrirlas abanicándose para sofocar los calores que les subían a las mejillas si él acertaba a posar alguna vez su mirada en ellas. Elevaba el sombrero e inclinaba la cabeza con una mueca seductora en los labios a modo de saludo y proseguía su camino.
El pueblo entero abrió la boca con asombro cuando el extranjero colocó el rótulo con su nombre. PECADOS.
El cura no tardó en explotar durante uno de sus sermones. Ahora era espuma directa lo que le salía por la boca cada vez que hablaba de aquel nuevo local, cuyo nombre no dejaba lugar a dudas de lo que iba a ocurrir dentro. El alguacil, por orden del alcalde, fue a pedir explicaciones al hombre de lo que iba a hacerse en su interior preocupado por la exaltación popular.
El hombre, que se presentó como Pedro, le mostró una bula papal donde se podía leer que tenía un permiso absoluto para que cualquier tipo de pecado se pudiese cometer en aquel delicadamente decorado bar y sin que por ello fuese castigado. Tenía vía libre el asesinato, la lujuria, la gula, la soberbia, la envidia… Todo estaba permitido.
El pueblo enloqueció y se formaron dos bandos. El cura lideraba uno el alcalde, el otro.
Los curiosos no tardaron en llegar y llamar a la puerta tras leer el cartel que descansaba en el marco y que rezaba: PECADOS: en el local, que cada uno obre a su voluntad.
El primero en entrar fue el alcalde, como invitado de honor. Se acercó acompañado de su querida. El escote que llevaba no dejaba nada a la imaginación y el hombre se dejaba arrastrar por sus adoradas montañas que, aunque ya sabía que estaban muy escaladas, ahora le tocaba a él ser el alpinista que llegase a su cumbre.
Pedro les sonrió al entrar y les mostró una urna que estaba a su izquierda.
-Son cincuenta monedas, por favor — susurró el portero, jefe de seguridad, y camarero cuando ya estuviesen en su interior. — Es para ayudar a seguir manteniendo el local — continuó. Y le guiñó un ojo.
El alcalde sacó la cartera y mostró sonriente un billete a estrenar que dejó caer en la caja transparente que conectaba con un tubo que atravesaba el suelo. Siguió durante unos segundos el lento vuelo de su preciado papel hasta perderlo de vista. Imaginó un vagón subterráneo llenándose de billetes y monedas: Incluso sonrió lascivamente al deleitarse en un baño verde y dorado con esa inmensa fortuna que crecería por momentos y que Pedro iba a amasar.
Un beso ardiente en su cuello y una mano juguetona que se había colado dentro de su pantalón lo despertaron de su fantasía y le recordaron que venía a probar otra.
-Allí, al fondo, tiene una habitación a su servicio con todo lo que pueda necesitar según sus gustos — le aclaró Pedro guiñándole de nuevo el ojo y entregándole las llaves doradas que abrían la puerta cerrada.
Con una sonrisa pícara, el alcalde le dio una palmada en el trasero a su amiga, que fingió escandalizarse llevándose una mano a la boca ocultando su sonrisa (el abanico la ayudó a esconder una timidez que no sentía).
La habitación en la que entraron era lujosa. Los ojos se les abrieron como queriendo salirse de sus cuencas al descubrir la inmensa gama de juguetes que vestían las paredes teñidas de rojo pasión. Y el inmenso espejo que colgaba del techo les permitiría verse reflejados gozando de sexo sin tabúes y sin miedo a pecar. Todo estaba permitido. Aquella frase que le vino a la cabeza inocentemente, le sentó como una patada en sus genitales y se sentó de golpe en la cama más blanco de lo normal.
-¿Te ocurre algo, querido? — le preguntó ella, preocupada al ver su apariencia, en nada parecida al hombre vigoroso que descargaba en ella a diario lo que su mujer ya no deseaba.
-Todo está permitido — repitió abatido, sin ganas.
Ella seguía sin comprender hasta que, finalmente, sus palabras cobraron sentido y se sentó, derrotada, a su lado.
Al señor más obeso del pueblo le esperaba una cocina con un millar de platos diferentes que no cabían en las mesas y que se apilaban unos encima de otros hasta la altura de su boca invitando a ser comidos. Incluso parecían clavados unos a otros pues, a pesar de la altura, ni se tambaleaban. Siguió el pasillo que dejaba libre los centenares de platos que formaban columnas a cada lado hasta la única silla desocupada y se sentó en ella tras limpiarse la comisura de los labios. Sonriendo, pensó que el cuerpo ya le había empezado a reaccionar ante tan suculenta comida. Miró una columna, y otra, y otra más, y así pasó el tiempo sin decidirse por cuál de todos los platos hincar el diente primero.
También se acercó al local y depositó su billete un amante de las armas. Un cazador frustrado que ansiaba disparar a cierta gente que se merecía no pisar la tierra sobre la que caminaba. Un campo de tiro le esperaba casi al fondo del pasillo con una diana en la que no había círculos concéntricos sino una silueta humana. Un cartel le notificaba que por el altavoz debía comunicar a la persona sobre la que quería hacer la prueba de tiro. Cuando el nombre salió de sus labios, una voz masculina le contestó:
-Espere unos minutos, enseguida le atenderemos.
No habían pasado ni cinco cuando apareció atado el hombre que había pedido. Cogió el arma con ambas manos, sujetándose la una con la otra para evitar el temblor de su ansiedad y recordó. Recordó lo que le gustaba que sus víctimas animales fuesen ignorantes de su inminente final y, mirando a los ojos al hombre que había pedido y leyendo en ellos el miedo que sentía, dejó el arma apoyada en el tablero donde lo había encontrado y se alejó, notando un ligero olor nauseabundo cuando cerraba la puerta y, soltando después una carcajada mientras se apoyaba en ella encontrándose mejor.
La noticia se difundió como la pólvora. Acudían personas de diferentes puntos de la región. Todas ellas acababan del mismo modo: desilusionadas.
Hubo tal aluvión de peticiones, que Pedro extendió la bula papal al pueblo entero. El resultado fue siempre el mismo. Nadie cometió ningún pecado dentro de los límites.
El cura, cuya iglesia había quedado vacía tras la apertura del local, salió una tarde hecho un basilisco:
-Arderéis todos en el… — un grito salió de su garganta pues su cuerpo empezó a arder abrasándose en su propia ira. Ni siquiera quedaron sus cenizas pues el viento se las llevó.
-No lo entiendo — dijo Satanás al ver aparecer en el infierno, de repente, al cura chillando como un loco —. Esta apuesta me ha salido rana. No vuelvo a cometer este mismo error.
Y, mientras Jesús, después, sonreía mesando sus barbas, pensando:
-Me encanta que los planes salgan bien.

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