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Espérame – le había dicho poniéndose el macuto al
hombro. – Regresaré.
Su promesa la mantenía viva y anclada allí
a pesar de la proximidad del peligro. Todos los días acudía a la playa y se
sentaba a esperar mientras contemplaba las olas chocar contra la orilla. Pero
no tenía noticias suyas.
Un avión pasó entre las nubes mientras las
gaviotas se alejaban chillando.
No quería llorar. Luchaba contra esas
traidoras que asomaban a sus ojos pillándola desprevenida.
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Volverá – pensaba, mientras cada día que pasaba lo
sentía más lejano.
El avión regresó y rompió la barrera del
sonido. Mientras se tapaba los oídos, vio algo que caía y su cara reflejó el
terror al descubrir la bomba. Pensó en él. La onda expansiva la empujó decenas
de metros por la arena sin sentir apenas nada. Una luz la cegó. Cuando logró
abrir los ojos, descubrió que todo había cambiado, a pesar de seguir en la
misma playa: el mar estaba tranquilo, no había rastro de aviones y ni siquiera las
lágrimas la acompañaban. La calma lo inundaba todo. Se volvió a sentar en el
mismo sitio. Tarde o temprano, regresaría.
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