Ramón, que
observa con tristeza a la morena que saborea con lujuria un chocolate con
churros, deposita una taza limpia y reluciente encima de la barra y contempla
el cuadro que tiene en la pared de enfrente.
Da igual el
tiempo que haga en el exterior, incluso sudando, con la camiseta pegada a su
piel, la ha visto lamer con lentitud ese dichoso manjar.
La mujer
respira hondo y cierra los ojos apoyándose en el respaldo de la silla.
- Ya empieza – le susurra el
camarero al hombre cuando la ve abrir los ojos.
Ramón se gira
y descubre a la mujer mirando el reloj, a la gente que la rodea, al camarero.
Sus manos desvelan su nerviosismo mientras retuerce la servilleta con la que
acaba de limpiarse las migas que manchaban sus labios. Esconde con disimulo la
taza en el bolso. Sale corriendo sin que nadie la detenga.
- ¿Qué te debo? – le pregunta al
camarero.
- Lo de siempre, dos euros con
cincuenta. Es la última vez que le pagas esto a tu mujer, ¿no? Te va a buscar
la ruina, escúchame, de verdad, que te lo digo de corazón. Anda, síguela, no
vaya a hacer algo gordo de verdad. Igual un día te aparece en casa con un
picardías con la alarma de seguridad sin quitar.
Ramón, cabizbajo,
sale por la puerta en busca de su esposa. Camina pensando en la mala idea que
tuvieron de incluirla en aquel grupo contra la cleptomanía. A veces le daba por
pensar que en vez de dejar de robar, sus compañeros la habían enseñado a
perfeccionar su técnica.
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