Marisa
había entrado en un sueño profundo cuando los albañiles de corazones se
pusieron en contacto con su cerebro.
— ¿Podría indicarnos qué debemos hacer? — le preguntaron.
Aquel
día, la mujer había encontrado un extraño anuncio en la sección de clasificados
del periódico local que rezaba: “Reformamos su corazón, lo dejamos como nuevo”.
Y había llamado con curiosidad y reticente. Pero acabó hablando durante más de
dos horas con ellos.
— Miren. Ésta es la habitación de su primer amor — dijo a los trabajadores
—. ¿Lo ven ahí? Realmente no era así, ya que tenía una nariz a lo Rosy de
Palma. Pero ella lo idealizó tanto que quedó todo un adonis. Me gustaría que la
dejasen más pequeña.
El
pasillo por el que caminaron a
continuación, se caía, literalmente, a pedazos.
— Sí — les dijo cuando se pararon a contemplar las grietas de las paredes
y los cables que colgaban del techo —. Tienen mucho trabajo. Por favor, no se
me duerman en los laureles.
Los
albañiles siguieron al jefe del centro de mando.
— Estas dos habitaciones no las toquen, se lo ruego. Son las de sus hijas
y me gustan tal y como están.
Dos
dulces y educadas niñas se asomaron a las puertas.
— Van a arreglar el corazón de mamá — preguntó la mayor.
Ante
la afirmación de los trabajadores, la pequeña aplaudió y les lanzó besos a los
dos.
Más
adelante llegaron a dos cuartos oscuros muy estropeados. Incluso más que el
pasillo. Y allí se paró el jefe.
— Aquí está el gran trabajo. Lo demás, si lo pueden hacer, se lo
agradeceré mucho. Pero esto tiene que estar acabado antes de que ella
despierte. Quiero que los ponga a estos dos, de patitas en la calle. Voy a
guardar varias cosas que merecen la pena — dijo recogiendo una caja ya embalada
y colocándola en el pasillo —. Aunque estoy tentado de tirar todo a la basura. Pero
algo tengo que dejar en honor a cada una de las maravillosas niñas que le
dejaron de regalo.
Los
albañiles trabajaron duro durante toda la noche. Servían tanto para un roto
como para un descosido. De esta forma taparon agujeros, pintaron, remendaron
cortinas y cojines, limpiaron el polvo y, todo, en una sola noche de trabajo
tal y como les habían pedido. Las dejaron listas para ser ocupadas por nuevos
inquilinos para que — o al menos así lo esperaba el jefe — se quedasen.
Marisa,
cuando se despertó, se sentó delante del espejo y se contempló radiante.
— Me vino muy bien hablar con el psicólogo por teléfono. Parece como si
hubiese podido cerrar esos dos capítulos de mi vida —. Y sonrió feliz por
primera vez en mucho tiempo.
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